Héctor Illueca Ballester
Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
La primera vez que vi Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don’t They?,
1969) me impresionó vivamente la mirada pesimista y lúcida de Sidney
Pollack. Ambientada en la Gran Depresión, la película evoca un inhumano
maratón de baile en el que los concursantes tienen que seguir bailando
hasta el límite de su resistencia, con la esperanza de obtener un premio
de mil quinientos dólares en plata. A cambio de tres comidas diarias,
durante varias semanas un ejército de perdedores sirve de
entretenimiento a un público acomodado que se divierte morbosamente con
la degradación física y moral de los participantes. Pollack utiliza un
brillante lenguaje figurativo para interrogarse por las razones que
llevan al ser humano a aceptar las leyes del mercado y a sufrir
resignadamente sus consecuencias: precariedad laboral, exclusión social y
desempleo generalizado. A lo largo del metraje, los protagonistas miran
reiteradamente hacia la puerta, pero algún motivo oculto y poderoso los
retiene en la pista de baile. Incapaz de imaginar una salida, Gloria
Beatty (Jane Fonda) apela a una rebeldía individual y aislada que la
conduce a la desesperación y, finalmente, al suicidio.
La metáfora de Pollack constituye un magnífico punto de partida para
analizar las causas que determinan el consentimiento colectivo a la
implantación de una sociedad de mercado configurada con arreglo a los
parámetros del neoliberalismo. Curiosamente, la coacción y la violencia
han jugado y juegan un papel secundario en el desarrollo del proceso, lo
que invita a preguntarse por las circunstancias que posibilitan la
aplicación incontestada de un programa favorable a los sectores más
privilegiados de la sociedad. O, por expresar la idea desde otro ángulo,
uno de los rasgos más característicos del huracán neoliberal que se ha
desatado en nuestro país es la ausencia de un conflicto político-social
acorde con la intensidad de las transformaciones que estamos
experimentando. Aunque podría haber turbulencias en el horizonte, hasta
ahora la progresiva mercantilización de la existencia social se ha
enfrentado a resistencias de muy baja intensidad, neutralizando la
acción de los instrumentos colectivos y arrojando a las personas a una
lucha solitaria en la que, como le sucedía a Gloria Beatty, no pueden
vencer.
Tradicionalmente, este fenómeno ha sido explicado apelando a la
creciente influencia de los medios de comunicación, que fomentan la
lealtad y la obediencia de los individuos a partir de una combinación
heterogénea de seducción consumista, manipulación informativa y
entretenimiento barato. Desde este punto de vista, la cruzada cultural
librada por los medios serviría de apoyo y complemento a la hegemonía
ideológica ejercida por la clase dominante, frustrando o mermando
cualquier posibilidad de emancipación de los grupos subalternos. De este
modo, la ideología neoliberal impregna nuestra vida cotidiana y
determina la conformación de las relaciones sociales, erigiendo un
sólido entramado cultural que garantiza el predominio de las élites y
les permite neutralizar cualquier rebelión. En definitiva, la
manipulación y el adoctrinamiento de los medios alumbrarían un sistema
de dominación muchísimo más eficaz que el viejo aparato penal encaminado
a perseguir la miseria y criminalizar a los pobres con el fin de
someter a los sectores insubordinados.
Sin negar lo acertado de estos planteamientos, parece que la crisis
económica desatada en 2008 ha inaugurado una nueva fase en la
gubernamentalidad neoliberal, convirtiendo el paro y la precariedad
laboral en los principales instrumentos a disposición del bloque
dominante para organizar la lucha de clases. En cualquier sistema
económico existen relaciones de poder que despliegan estrategias
específicas para sojuzgar y dominar a las clases subalternas mediante un
proceso que combina eficazmente obediencia y represión. Pues bien, en
la sociedad que está emergiendo de la crisis, el desempleo masivo y la
precariedad laboral constituyen dispositivos estratégicos para domeñar a
los trabajadores y neutralizar los conflictos sociales, fabricando un
hombre nuevo y radicalmente limitado en sus posibilidades de actuación
individual y colectiva. Considerados conjuntamente, ambos fenómenos
actúan como factores disciplinarios susceptibles de arrumbar la voluntad
política de las personas, reducidas a la condición de ciudadanos
atrapados en un presente incierto y atenazados por el miedo a un futuro
imprevisible y amenazador.
En efecto, desde el inicio de la crisis millones de personas han sido
violentamente golpeadas por fuerzas misteriosas que escapan a su
control e incluso a su comprensión (“pérdidas actuales o previstas”,
“flexibilidad”, “prima de riesgo”…), viéndose súbitamente privadas de
sus medios de vida, expulsadas de sus viviendas o degradadas en sus
condiciones de trabajo. Cualquier joven español sabe que la
inestabilidad será la característica definitoria de una vida laboral
repleta de contratos temporales, despidos imprevistos o episódicos
empleos a tiempo parcial. Sectores crecientes de la población perciben
que su actividad laboral ya no basta para conseguir una existencia digna
y contemplan la exclusión social como un horizonte posible que podría
actualizarse en cualquier momento. Expulsados de la ciudadela laboral
que les protegía de las inclemencias del mercado, las personas
desempleadas y los trabajadores precarios han perdido cualquier
capacidad de control sobre su vida laboral, siendo presa fácil de un
azoramiento colectivo que paraliza su acción solidaria para revertir la
situación en que se encuentran.
En la actualidad, el paro y la precariedad laboral se han convertido
en poderosos instrumentos de control que acompañan al panoptismo social
típico del neoliberalismo. En realidad, la intensificación de la
coerción penal que abandera el Partido Popular sería manifiestamente
insuficiente si no estuviera complementada por una coerción económica
mucho más sutil que se escamotea al escrutinio público y facilita la
labor de las instituciones panópticas orientadas a la represión.
Discretamente, casi como un susurro, las víctimas del mercado
autorregulado llevan consigo la buena nueva a quienes todavía no han
sufrido los efectos de la crisis, o lo han hecho en menor medida,
forzándoles a contemplar el futuro con desconfianza y escepticismo. Como
relata la película de Pollack, la extensión del desempleo y la
precariedad a una escala nunca vista provoca que los individuos
abandonen la acción colectiva y se entreguen a una lucha solitaria e
individual por la supervivencia. Se trata, en definitiva, de una fuerza
individualizadora muchísimo más eficaz que todas las cruzadas culturales
realizadas para embrutecer a la ciudadanía y muchísimo más pulcra que
la nuda represión desplegada contra los trabajadores.
Partiendo de esta base, es posible afirmar que cualquier proyecto
político que aspire a transformar la sociedad debe situar en primer
término la adopción de medidas orientadas a erradicar el desempleo y la
precariedad laboral. O, por expresar la idea con mayor precisión, la
resignación y el individualismo que atenazan a los ciudadanos están
relacionados con la incertidumbre e inseguridad que imperan en las
relaciones de trabajo, y sólo pueden ser vencidas extirpando el
desempleo y la precariedad laboral. Por eso es tan importante que se
esté abriendo paso en nuestro país la propuesta de trabajo garantizado
ideada por Hyman Minsky en la década de los ochenta. La transformación
del Estado en empleador de última instancia permitiría, no sólo alcanzar
el objetivo del pleno empleo, sino también detener y revertir el
deterioro acelerado de las condiciones de trabajo que se viene
produciendo en España desde que estalló la crisis económica. En el marco
de un proceso constituyente, el trabajo garantizado podría convertirse
en el centro de un nuevo contrato social más democrático y responsable,
basado en una profunda democratización de la economía que refleje un
nuevo equilibrio de fuerzas entre clases.
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