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Héctor Illueca Ballester
Doctor en Derecho e inspector de Trabajo y Seguridad Social
Antes de que me llamen germanófobo, o alguna cosa peor, déjenme
advertirles que guardo un gran respeto por la cultura alemana, a la que
hay que atribuir proezas intelectuales tan fecundas como las de Immanuel
Kant o Karl Marx. Las obras de estos autores, entre otros que no viene
al caso citar, influyeron decisivamente en mi forma de ver el mundo y de
ubicarme en el mismo, aunque admito que el imperativo categórico o la
teoría de la plusvalía no están muy de moda en nuestra sociedad. Pero
esa es otra historia. El caso es que este sentimiento de respeto no me
impide valorar críticamente las complejas relaciones que siempre han
existido entre Alemania y Europa, históricamente caracterizadas por las
pretensiones hegemónicas del país germano. O, por expresar la idea con
otras palabras, la consideración debida al pueblo alemán o el respeto
hacia su cultura no deberían ocultar que Alemania siempre ha sido un
problema para Europa.
En efecto, Alemania se convirtió en un problema para Europa desde el
mismo momento de su nacimiento, allá por 1871. El genio maquiavélico de
Bismarck dio a luz una gran potencia política y económica en el corazón
del Viejo Continente, superando la precaria condición de una nación sin
Estado que estaba paralizada por el particularismo. Las ambiciones
expansionistas se desarrollaron muy rápidamente entre sus clases
dirigentes. El denominado pangermanismo, una ideología que apelaba a la
creación de un imperio colonial en territorio europeo, arraigó en
numerosos intelectuales, industriales y políticos conservadores,
constituyendo un movimiento que ejerció gran influencia entre la
aristocracia terrateniente y militar durante las décadas que precedieron
a la Primera Guerra Mundial. Llama la atención que una de las ideas más
difundidas en los círculos pangermanistas fuera el establecimiento de
una unión aduanera en Europa, una especie de mercado común europeo que
permitiría reforzar la hegemonía industrial de Alemania y contrarrestar
la competencia británica y norteamericana. ¿Les suena? Sigamos.
Algunos años más tarde, en 1915, el político liberal Friedrich Naumann acuñó la expresión Mitteleuropa (Europa
Central) para referirse a una determinada forma de organizar Europa
alrededor de un núcleo germánico sobre el que gravitarían las naciones
periféricas en el marco de una gigantesca unión aduanera. En su seno,
los Estados nacionales conservarían su identidad y una cierta autonomía,
renunciando a la soberanía económica en favor de un Estado europeo
capaz de rivalizar con el poder angloamericano. Como si fuera una
premonición de la futura Unión Europea, la capitalidad de Mitteleuropa
sería compartida por diferentes ciudades europeas, que albergarían
distintas funciones políticas y administrativas. Hoy sabemos que el
desarrollo industrial germano inquietaba a Gran Bretaña y que la
posibilidad de un mercado común paneuropeo dominado por Alemania fue uno
de los motivos que provocaron la intervención británica en la Primera
Guerra Mundial.
Lógicamente, el expansionismo alemán contribuyó a la fermentación de
la ideología nazi, aunque ésta presentaba importantes elementos de
ruptura como la teoría racial o el antisemitismo. Pero las conexiones se
hacen evidentes en la configuración del nuevo orden económico europeo
concebido por los ideólogos del III Reich. Como ha señalado Gattei, los
nazis preveían la constitución de un gran espacio económico de alcance
continental, basado en el marco como moneda común y gestionado por un
Banco Central Europeo, que haría posible el desarrollo económico e
industrial de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. Este
espacio, dirigido y controlado por el Estado alemán, albergaría un
núcleo duro de países generadores de excedentes y una periferia
subordinada desde el punto de vista político y económico, que abarcaría a
los países del sur de Europa y a la Unión Soviética, entre otros muchos
territorios. El desenlace del conflicto bélico frustró la unificación
económica de Europa imaginada por los nazis, pero la similitud con el
proceso de integración europea parece innegable, sobre todo a partir del
Tratado de Maastricht.
Podría objetarse, no sin cierta razón, que la unión monetaria
acordada en la ciudad holandesa se produjo a iniciativa de Francia, que
veía con preocupación la creciente superioridad económica alemana en el
contexto europeo, especialmente tras la reunificación acaecida en 1990. A
través de la moneda única, Mitterrand y Delors pretendían amarrar la
política económica germana reduciendo el margen de maniobra de los
Estados nacionales en esta materia. Sin embargo, Alemania aceptó el reto
e impuso que la configuración de la divisa única respondiera
estrictamente a sus intereses comerciales, privando a los países
deficitarios de la posibilidad de efectuar devaluaciones competitivas.
La idea, una vez más, era organizar Europa alrededor de un centro
exportador y económicamente homogéneo, rodeado de una periferia
importadora y cada vez más dependiente desde el punto de vista
económico. Aunque a alguno se le erice el pelo, la actual Unión Europea
se encuentra cada vez más próxima al gran espacio europeo concebido por
los nazis para dominar el Viejo Continente mediante una suerte de unión
económica y comercial.
La historia oficial de la Unión Europea interpreta el proceso de
integración como una respuesta cooperativa de los países europeos al
cataclismo que significó la Segunda Guerra Mundial. Desde esta
perspectiva, la unificación económica de Europa haría imposible el
estallido de una nueva conflagración bélica, constituyendo el marco
idóneo para que la reconstrucción de posguerra discurriera por cauces
pacíficos y democráticos. El Tratado de Maastricht y la aparición del
euro vendrían a ser la última parada de un largo camino iniciado con el
mercado común y culminado con la implantación de la moneda única, que
permitiría dejar atrás el turbulento pasado del continente europeo. Los
nombres de Jean Monnet o de Robert Schumann, por mencionar sólo dos
conocidos ejemplos, son objeto de veneración y se pronuncian con respeto
en el ámbito académico e institucional. En todo ello hay, sin duda, una
parte de verdad, pero no es en modo alguno toda la verdad.
La historia contemporánea de Europa permite seguir el rastro de un proyecto hegemónico progresivamente elaborado por el establishment
alemán para dar rienda suelta a sus ambiciones. La derrota militar a
manos de los Aliados y la división de Alemania en 1949 contuvieron el
poderío teutón durante más de cuarenta años, pero la caída del Muro
trastocó completamente el curso de los acontecimientos. La Alemania
unificada retomó rápidamente la idea de impulsar su crecimiento a base
de exportaciones, aprovechando las ventajas de una moneda común que ha
convertido la zona euro en una reserva de caza alemana. A la vista de
los nubarrones que se ciernen sobre Grecia, los pueblos del sur de
Europa deberían tener muy presente esta parte de la historia, casi
siempre oculta. La verdadera disyuntiva consiste en salir del euro y
recuperar la soberanía o afrontar una lenta pero inexorable transición
hacia el subdesarrollo. Y ahora, si quieren, llámenme germanófobo.
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