Héctor Illueca Ballester
Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
¿Se acuerdan de Queimada? Filmada en 1969, la
película de Pontecorvo constituye un impresionante alegato contra el
colonialismo occidental en América Latina. El director italiano recrea
con maestría la historia de una rebelión de esclavos en la isla caribeña
de Queimada, que, con la ayuda de la intervención británica, logra
sacudirse la dominación portuguesa y proclamar una república
independiente. O al menos, eso creían los nuevos dirigentes de Queimada.
Ajenos a los intríngulis de la geopolítica, ignoraban que la isla
estaba sometida a nueva forma de dominación: la que ejerce el Imperio
británico a través de sus compañías mercantiles y que encarna un
inolvidable Marlon Brando en el papel de consejero militar de la Royal
Sugar Company. En un lance memorable, Teddy Sousa, presidente del nuevo
gobierno provisional, se atreve a cuestionar el dominio británico y
amenaza los intereses de la empresa azucarera, creyéndola responsable de
la grave situación que atraviesa la isla. La respuesta británica no
deja lugar a dudas: Sousa es inmediatamente fusilado y reemplazado por
un títere de los británicos, percibiéndose en el rostro del presidente
asesinado un rayo de comprensión sobre el auténtico significado del
colonialismo.
Sin tanto dramatismo, es muy probable que Yorgos Papandréu
experimentara sensaciones parecidas el día 9 de noviembre de 2011,
mientras pronunciaba un solemne discurso para despedirse de su pueblo
tras haber presentado su dimisión como presidente de Grecia. Papandréu
había anunciado unos días antes la convocatoria de un referéndum sobre
el segundo rescate del país a cargo de la Unión Europea, que implicaba
una importante ayuda financiera a cambio de recortes draconianos con el
fin de asegurar el reembolso de la deuda griega a los acreedores. No
hacía falta ser muy perspicaz para advertir que la consulta constituía
un desafío a la banca alemana, que concentra la mayor exposición a la
deuda griega y sería la principal perjudicada en caso de impago o
reestructuración de la misma. Al igual que en Queimada, la respuesta de
los nuevos colonizadores no se hizo esperar: en apenas unas horas,
organizaron la fuga de varios diputados socialistas y forzaron la dimisión de Papandréu,
sustituyéndolo por el ex-vicepresidente del Banco Central Europeo Lucas
Papademos, que se comprometió a aplicar inmediatamente el plan de
ajuste que había aprobado Bruselas.
La dimisión de Papandréu, elegido por mayoría absoluta en
las elecciones de 2009, es sin duda la más grave de una larga serie de
ofensas perpetradas contra Grecia por sus compañeros de moneda,
especialmente Alemania. Recordemos, por ejemplo, que el 6 de marzo de
2010 el periódico sensacionalista Bild publicó una humillante
carta con motivo de la visita de Papandréu a Berlín, advirtiéndole que
se encontraba en un país “muy diferente al suyo”, donde la gente
“trabaja hasta los 67 años” y “los funcionarios no tienen catorce
pagas”. Tras admitir que los alemanes “también tenemos deudas, pero las
podemos liquidar porque nos levantamos pronto por la mañana y trabajamos
todo el día”, el editorial culminaba con un post scríptum lleno
de desprecio hacia el tremendo sufrimiento experimentado por el pueblo
griego como consecuencia de la crisis: “adjuntamos un sello de correos
para ayudarle en el ahorro por si nos quiere contestar”. Unos días
antes, dos parlamentarios alemanes integrados en la coalición de Merkel
habían calentado el ambiente urgiendo a Atenas a desprenderse de sus islas para afrontar sus problemas financieros.
El caso es que, más allá de la bravuconería, la actitud
alemana hacia Grecia traduce y refleja la nueva jerarquía de poder que
el proceso de construcción europea ha alumbrado en nuestro continente,
especialmente desde la implantación del euro. De manera progresiva pero
inexorable, la existencia de la moneda única y la imposibilidad de
efectuar devaluaciones competitivas han generado una nueva división del
trabajo favorable a los países centrales que reproduce las relaciones de
hegemonía y dependencia características del proceso de colonización
clásico. Las economías fuertes del centro se han especializado en la
producción de bienes de alto valor agregado y han orientado su
crecimiento hacia las exportaciones, cosechando sustanciosos excedentes
comerciales con respecto a los países de la periferia. Éstos,
convertidos en consumidores netos y especializados en la producción de
bienes de bajo valor añadido, generaron crecientes déficits comerciales y
aumentaron su nivel de endeudamiento con el exterior, fomentando la
creación de todo tipo de burbujas especulativas.
Como no podía ser de otra forma, cuando sobrevino la
crisis económica los mercados financieros situaron en su punto de mira
el eslabón más débil de la zona euro: los países de la periferia,
prácticamente desindustrializados y atrapados en la trampa de la deuda
hasta el punto de ver deterioradas de manera insostenible sus
condiciones de empréstito. Lejos de ayudar a los países en dificultades,
la gestión de la crisis de deuda efectuada por la Unión Europea
respondió estrictamente a la jerarquía de poder arriba descrita. Las
instituciones europeas concedieron a las economías periféricas
importantes inyecciones financieras, exigiendo a cambio la aplicación de
rigurosos planes de ajuste para garantizar el reembolso de los
acreedores. Con la vergonzosa complicidad de las élites locales, Grecia,
Irlanda, Portugal, Chipre y España sufrieron la imposición de políticas
de austeridad contrarias a los intereses de las poblaciones,
sacrificando su soberanía con el único objetivo de “salvar el euro” –o,
para ser más exactos, de salvar a los grandes bancos europeos, y
específicamente alemanes, que habían inundado la periferia europea con
ingentes líneas de crédito–.
Las consecuencias económicas y sociales de esta estrategia
son sobradamente conocidas: Grecia está sumida en la deflación y el
paro bordea el 26 por ciento de la población activa, superando el 60 por
ciento entre los jóvenes de 15 a 24 años. La supresión de la
negociación colectiva ha hundido los salarios, que experimentan una
caída cercana al 30 por ciento desde 2010 hasta el presente. Farmacias
sin medicamentos y hospitales sin medios forman parte del paisaje
cotidiano de un país que asiste atónito a la reaparición de enfermedades como la malaria o la tuberculosis,
erradicadas hasta hace poco y tradicionalmente asociadas a las
condiciones existentes en los países subdesarrollados. La crisis
económica sin fin está dibujando un panorama sombrío, salpicado de
tiendas cerradas y fábricas abandonadas, en el que estremece contemplar
el atemorizado rostro de los inmigrantes cuando regresan a sus hogares
al caer la noche, evitando transitar por calles solitarias donde acechan
los cazadores.
En medio de este desastre, la única buena noticia es que
la crisis ha provocado la emergencia de Syriza, una coalición de
izquierdas que aglutina una amplia gama de tendencias opuestas a las
políticas de austeridad y que, según todas las encuestas, podría alzarse
con la victoria en las elecciones del próximo 25 de enero. Tal y como
cabía esperar, los nuevos colonizadores han irrumpido con fuerza en la
campaña electoral, amenazando a los griegos con represalias de toda
índole si entregan su confianza a Syriza. Destacados miembros del
Gobierno alemán como Sigmar Gabriel (Ministro de Economía) y Wolfgang
Schäuble (Ministro de Finanzas) han advertido a Grecia que debe respetar
los acuerdos alcanzados con la Unión Europea y que su cuestionamiento
podría provocar su expulsión de la eurozona. Abundando en los agravios
que Alemania ha deparado al país heleno, el Gobierno de Merkel ha
deslizado la idea de que la salida de Grecia del euro será inevitable si Syriza gana las elecciones.
En definitiva, Grecia es un país situado bajo el fuego de
una nueva colonización que avanza al ritmo del proceso de integración
europea. Ciertamente, la apuesta de Syriza por la reestructuración de la
deuda helena y por la aplicación de un programa masivo de inversiones
públicas permitiría reorientar la construcción europea sobre la base de
un paradigma menos dependiente de los dogmas neoliberales. Sin embargo,
no está claro que ello sea posible en la actual Unión Europea,
caracterizada por el dominio de los países de la zona central y muy
especialmente de Alemania. Convencer a Ángela Merkel y a su electorado
de que Grecia necesita respirar no será tarea fácil. Syriza debería
prepararse para afrontar las consecuencias de su resistencia. Si
Alemania no transige, y algunos creemos que no lo hará, la salida del
euro con la que ahora se amenaza a Grecia se convertiría en la única
opción realista para superar el neoliberalismo y abrir un proceso de
integración diferente, basado la cooperación, la solidaridad y el
respeto a la soberanía popular.